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Me quedé reflexionando sobre esta característica maravillosa que algunos seres humanos poseen.

A veces, en las clases presenciales, hay algún participante que atrapa la atención de quien está dando clase, y esto es magnético, no puede evitarse. Su carisma no necesita hacerse ver, se percibe al poco de comenzar. Si bien son muchos los alumnos que atienden a lo que el profesor está diciendo, alguno o algunos son más atrayentes a la mirada de quien está disertando. En ocasiones, se hace difícil apartar los ojos de esa persona. Y verdaderamente, hace mucho que tengo ganas de compartir esto que indudablemente resonará en quienes, como yo, trabajamos en la docencia.

La atenta escucha del discípulo, es como un halo que envuelve el ir y venir de las palabras, es una amorosidad plena entre quien da y quien recibe y podríamos decir que el intercambio que se produce entre ambos es como un acto de amor, que embelesa a quienes lo están viviendo.

Recuerdo mis años de facultad y las diferentes actitudes que teníamos en una clase. Algunos compañeros jugaban a la batalla naval, mientras otros hacían resúmenes para la clase siguiente que daríamos un parcial y otros leían un libro debajo del pupitre.

Evidentemente el gusto por enseñar se activa con el gusto por aprender y es todo un romance digno de ser vivido.

Por eso, no quise dejar pasar esta idea que volvió a cruzarse hoy por mis pensamientos.

Inés Pérez Arce

24.5.21