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Hoy me animé a escuchar mi vacío… el insomnio me acompaña en estos días en que atravieso un cuadro bronquial y, en medio de la noche, me quedé atendiendo el murmullo sordo de mis entrañas… de mujer, adulta y consciente de mis años, de mi recorrido, de mi búsqueda infatigable de mi esencia.

Si bien atravesé las batallas con éxito, conservé entre mis síntomas y memorias un minucioso registro de lo que iba superando. Y en mis sentires oigo a las otras mujeres de mi mundo, mis ancestras, hijas y nietas. Mis amigas, vecinas, colegas, empleadas, obreras o profesionales. Mujeres llenas de talentos que debimos luchar a brazo partido para hacernos un lugar, para tener un espacio de opinión, de consejo autorizado. Y aunque hoy “nos consienten” al dejar expresarnos, la población masculina toma nuestro mensaje pour la galerie.

En un momento de Polémica en el Bar, que me quedé a mirar, vi como “la mujer” del programa intentó intervenir muchas veces, su voz se perdió entre las voces de los hombres, nadie oyó sus comentarios, no registraron su presencia… La actitud que tenían para con ella es la misma que tiene un grupo de adultos en animada charla ante la intervención de un chico que demanda atención, no de la mejor manera, pero que es ninguneado por los que mantienen “una conversación importante”. Claro, en ese momento no estaban prestando atención a su silueta atractiva y codiciada, seguramente, por todos ellos. Ella representaba el decorado, bello y llamativo entre tanta barba.

Este pasaje televisivo, que me detuve a observar por unos momentos, me volvió a otros tiempos, cuando siendo muy jovencita conocí esas vivencias, momentos en que me ocurrieron cosas semejantes. Y, el dolor de todas las mujeres de todos los tiempos, se hizo presente.

Primero nos concedieron un alma, luego nos dijeron que éramos el sexo débil, dedicadas a atender y a servir, a parir hijos o a atender la lujuria de los machos, ciudadanas de segunda sin voz ni voto, madres santas o putas, pero exiliadas de la condición de mujer para poder convivir en una cultura patriarcal, donde el hombre es la cabeza, el conocimiento y la sensatez. Los encargados de los resultados. A la mujer se le permitía, a ratos, expresarse emocionalmente, lenguaje poco reconocido en importancia. Los varones tenían la inteligencia y las mujeres… la intuición. Esta calidad cognoscitiva era equiparada con la magia o la fantasía, que divertía y descomprimía la carga sesuda de la masculinidad. Muchas de nosotras debimos agachar la cabeza para no dejar en descubierto a padres o hermanos amados. Doblegadas por decisión propia por amor, además de la imposición cultural, la humanidad se sostuvo desde los comienzos sobre la renuncia o la prohibición de la mujer a ocupar su lugar en la paridad humana.

El tercer milenio es el disparador del cambio, la oportunidad de la especie de brillar en su excelencia, abriéndonos hombres y mujeres, a la condición femenina de la vida: proceso, nutrición, cuidado y sabiduría. Hombres y mujeres fuimos víctimas de este sistema de valores. Hombres sobreexigidos y mujeres anuladas. Lo femenino ultrajado, de ambos sexos, es el que exige revisión de las creencias, audacia para animarse y comprender que puede haber otra forma de comprender la existencia. Es así como tendremos la valentía de subordinar el intelecto a la intuición, verdadero talento del alma. Entonces, tomados de la mano, estaremos listos para transformar el mundo.

Inés Pérez Arce   6.6.18